La Primera Guerra Mundial: Armamento

Estas son algunas de las principales armas que se inventaron o se mejoraron para hacer frente al enemigo en la Gran Guerra.

Ametralladora Lewis montada en vehículo militar

El fusil de repetición
UN ARMA DE CARGA MANUAL IMPRESCINDIBLE

La segunda mitad del siglo XIX había asistido a una profunda transforma­ción del arma básica del soldado de infantería: el fusil. De la carga por la boca, que obligaba al soldado a estar de pie, se pasó a la retrocarga, que permitía cargar tumbado. Del cartucho de papel encerado se llegó al cartucho compacto metálico; de la bala redonda, a la bala en punta. A ello se sumaron el cerrojo, la percusión por aguja y la cordita, la pólvora sin hu­mo, que, por tanto, no delataba al tirador. Los principios de las armas portátiles del siglo XX estaban servidos.

A partir de los fusiles de tiro único Chas­sepot 1866 y Mauser M/71 nació una amplia familia de armas que iba a domi­nar la escena militar durante más de cin­cuenta años. Las utilizaron sin apenas cambios todos los ejércitos durante las dos guerras mundiales, hasta que la apa­rición de los fusiles de autocarga (como el alemán Sturmgewehr 44) abrió la puer­ta a los actuales fusiles de asalto.

Entre los fusiles de repetición de carga manual utilizados en la Gran Guerra, los más reconocidos, en sus distintas varian­tes, fueron el británico Lee-Enfield, el ruso Mosin-Nagant y el más extendido Mauser alemán, presente en numerosos ejércitos (en el español, el modelo 1893 era el reglamentario). El Mauser Gewehr 98, el modelo estrella en la conflagración, tenía un calibre de 7,92 mm y pesaba 4,15 kg. Contaba con un peine que permitía cargar cinco proyectiles, y su velocidad de salida era de casi nove­cientos metros por segundo con un alcan­ce efectivo de 1.400 metros, aunque también se podía alimentar bala a bala.

Sólido y fiable, capaz de soportar un trato duro, el Mauser era muy apreciado por unos soldados a los que dotaba de una gran potencia de fuego. Incluso los tiradores de élite alemanes lo preferían a armas más específicas para su cometido.


Mauser Alemán
Lee-Enfield
Mosin-Nagant




Las ametralladoras

DEL ORIGEN DEFENSIVO A LAS NECESIDADES OFENSIVAS

En 1862, en plena guerra de Secesión estadounidense, el médico Richard J. Gatling patentó la primera arma de fuego de repetición: la ametralladora que lleva su nombre. Se trataba de una pesada máquina, del tamaño de un peque­ño cañón, que podía realizar hasta 200 disparos por minuto. Se lograba accionando una manivela que hacía girar sus seis cañones dispuestos alrededor de un eje. Curiosamente, el gobierno federal no quiso adquirirla, pero sí los británicos, que la utilizaron durante su guerra contra los zulúes en el sur de África en 1879.

Los distintos ejércitos fueron adaptándo­la a sus necesidades. En 1884, sir Hiram Maxim inventó un mecanismo que con­vertía la ametralladora, ahora de un solo cañón y alimentada por una cinta continua de balas, en un arma más ligera y segura. El ingenio aprovechaba la fuerza de retro­ceso para expulsar el casquillo utilizado y reemplazarlo por uno nuevo, lo que permitía una cadencia de tiro mayor.



Las ametralladoras eran armas defensivas, pero la necesidad de contar con mayor capacidad de fuego en los ataques forzó su evolución.

Con variantes, este sistema estuvo presen­te en casi todas las ametralladoras usadas durante la guerra. Una de las más carac­terísticas fue la Vickers Mk I británica. De 22,7 kg de peso (incluido el trípode), podía disparar 500 balas por minuto, con un alcance de 3.475 metros. Su calidad era tal que no sería declarada obsoleta hasta 1968.

Era un arma defensiva, pero la necesidad de contar con una mayor capacidad de fuego en los ataques forzó su evolución. Así fue como surgieron las ametralladoras ligeras, caso del BAR estadounidense de 1917, o los individuos subfusiles (más ligeros que un fusil), como el alemán Bergmann del año posterior, el MP18.

Primer tanque

UNA ILUMINADA COMBINACIÓN DE TRACTOR Y CAÑÓN

Uno de los mayores problemas de la infantería en la guerra de trincheras fue superar las tupidas alambradas paralelas a las líneas enemigas, que podían ocupar una superficie de hasta 30 metros de anchura. Al coronel británico Ernest Swinton le sobrevino una idea al ver un tractor que arrastraba un cañón: tal vez podría aplastar los alambres de púas y llevar el cañón encima para disparar. Churchill se convirtió en un defensor de la nueva arma, que se construiría en secreto. Los primeros ejemplares se embalaron como “tanques” de agua, de ahí su nombre.

Su bautismo de fuego tuvo lugar en septiembre de 1916 en el Somme. De los 49 vehículos que salieron, la mayor parte se averió, y pocos entraron en combate.

El primer modelo, el Mk I, tenía una forma romboidal, contaba con una chapa de unos ocho milímetros y llevaba el armamento en los lados por temor a volcar a causa del desplazamiento del centro de gravedad.

Construido en dos variantes, macho (con cañones) y hembra (con ametralladoras), apenas sobrepasaba los 5 km/h, y sufría numerosos percances. Su bautismo de fuego tuvo lugar el 15 de septiembre de 1916 en el Somme. De los 49 vehículos que salieron, la mayor parte se averió, y pocos entraron en combate.

Pero el impacto en la moral de los alemanes fue enorme: muchos huyeron ante ellos.

Poco a poco, cada ejército construyó los suyos y subsanó los defectos iniciales. Se hicieron más rápidos, mejor armados y maniobrables, aunque la situación de la tripulación no mejoró mucho, sobre todo porque su tamaño los convertía en fácil objetivo de artillería enemiga. El ambiente en el interior era insoportable. Una densa mezcla de monóxido de carbono, vapores de aceite y combustible, más el humo de los cañones, hacía el aire irrespirable. El estruendo de los disparos embotaba cabeza y oídos, y la temperatura, que podía alcanzar los 50 ºC, llevaba a algunos hombres a desmayarse.

Curiosamente, el futuro del tanque estaría en un vehículo más pequeño y aparentemente endeble: el francés Renault FT. Poseía una torreta giratoria con una ametralladora Hotchkiss de 8 mm o un cañón de 37 mm, y el giro le permitía elegir los objetivos sin tener que modificar el rumbo, a diferencia de lo que le ocurría a su hermano mayor.

El cañón de campaña
LA TRIUNFANTE ENTRADA DE LA ARTILLERÍA MÓVIL

En 1914, los contendientes concebían la conflagración como una guerra de movimientos, que adjudicaba un papel clave a la artillería de campaña como eficaz soporte del avance de la infantería. El mejor planteamiento correspondió al Alto Estado Mayor alemán. No solo disponía de un mayor número de piezas por unidad, sino que también combinó la moderna pieza de artillería de 77 mm de tiro rápido con otras de mayor calibre y alcance, como las de 105 y 155 mm. Todas ellas eran de fácil transporte, lo que les permitía seguir el avance de las tropas.

Una de las piezas que mostró una mayor versatilidad fue el cañón francés de campaña de 75 mm (en España se lo conocería como “siete y medio”). Con un peso de 1.140 kg, su freno oleoneumático amortiguaba el retroceso, facilitaba el manejo y aumen­taba la cadencia de fuego. Podía alcanzar más de ocho kilómetros, contra los algo más de cinco de su rival alemán. Su eficacia y su simplicidad llevaron a un sinfín de países a importarlo.


Uno de los más famosos fue el Gran Berta, un poderoso mortero de 420 mm capaz de lanzar un proyectil de 830 kg a casi trece kilómetros de distancia.

Sin embargo, cuando la guerra de movimientos dio paso a la de trincheras, la rigidez de su tiro restó aptitud a los cañones de campaña a favor de morteros y obuses, con disparo de trayectoria curva y cada vez de mayor calibre. Uno de los más famosos (aunque solo se fabricaron una docena de ejemplares) fue el Gran Berta, poderoso mortero de 420 mm capaz de lanzar un proyectil de 830 kg a casi trece kilómetros de distancia. Fue bautizado así en honor de Berta Krupp, heredera del imperio industrial responsable de él.

A medida que la guerra avanzaba, las con­centraciones artilleras se hicieron cada vez mayores. Para la preparación de la ofensi­va del Somme, los aliados reunieron unas mil seiscientas piezas de todos los calibres, que en una semana lanzarían 1.600.000 proyectiles sobre un frente de solo 16 km. No dejaron piedra sobre piedra.

Del mismo modo, se establecieron estrictos programas que señalaban no solo los objetivos, sino también el ritmo de tiro y el tipo de proyectiles a utilizar. La obser­vación aérea iba a desempeñar un papel fundamental al respecto, porque, gracias a las radios que se fueron instalando en las aeronaves, permitía corregir el tiro de modo preciso e instantáneo.



GIGANTESCOS Y LETALES BUQUES DE GUERRA

Cuando en 1906 entró en servicio el británico HMS Dreadnought, los demás acorzados quedaron obsoletos. El navío, de 17.900 t, incorporaba las enseñanzas de la guerra Ruso-japonesa, donde la artillería pesada había mostrado su eficacia: tenía más cañones, más grandes, y más blindaje. Sus turbinas de vapor le conferían unos rápidos 21,6 nudos máximos, aunque las 2.900 t de carbón embarcado obligaban a carbo­near cada pocos días. Su gran atributo eran las 10 piezas principales de 304,8 mm (por lo que se lo conocía como “acorazado monocalibre”). Sus andanadas podían al­canzar los 22 km de distancia en cualquier dirección. A ellos se unía un blindaje máxi­mo de 270 mm, 24 piezas secundarias y 5 tubos lanzatorpedos.

Pronto todos los países quisieron tener su Dreadnought, en especial Alemania, in­mersa en una carrera armamentística con Gran Bretaña. A pesar de su artillería, de menor calibre y peor dispuesta, los acora­zados de la clase Nassau (1909) tenían mejor blindaje que los británicos y contaban con una excelente compartimentación, que los convertía en casi insumergibles.

Tras los dreadnoughts llegaron los superdreadnoughts, con mayor desplazamiento y armamento más poderoso. También los cruceros de batalla, que a la artillería de un acorazado sumaban mayor velocidad. Era a costa, eso sí, de un menor blindaje, lo que los hacía más vulnerables.

En Jutlandia, los británicos, con más buques, estuvieron a punto de vencer a la flota enemiga, pero los barcos alemanes soportaron un fuerte castigo y mostraron mayor puntería, gracias a la instrucción de sus artilleros y la calidad de sus telémetros. La maniobrabilidad de los cruceros de batalla del almirante Von Hipper permitió el regreso a unas bases de las que ya poco saldrían. El temor del Káiser a perder sus naves convirtió aquella victoria táctica en una derrota estratégica.

El sorprendente submarino
UN PELIGROSO DAVID CONTRA LOS GOLIATS FLOTANTES

La noche del 17 de febrero de 1864, el submarino confederado CSS H. L. Hunley hundió la corbeta federal USS Housatonic en la bahía de Charleston. El sumergible sudista acabó desapareciendo tras el ataque, pero era la primera vez que se perdía un barco de ese modo. El Hunley era una máquina de tracción humana, propulsada por una manivela que hacía girar la hélice, y su única arma era el torpedo de pértiga: una carga explosiva al final de un largo mástil unido a la proa.

Inicialmente, la nueva arma fue rechazada “por desleal y poco limpia”, pero todas las marinas del mundo se dispusieron a ensayarla. La incorporación de los motores eléctrico y diésel, el periscopio y el torpedo automotor le dio su forma definitiva.

Al comenzar la Gran Guerra, todos tenían sus submarinos. Francia era el país que contaba con un mayor número, 143, aunque la mayoría resultaban inservibles por la rápida obsolescencia del invento. Alemania fue la que le dio un mejor uso militar. Los suyos eran sumergibles baratos, capaces de superar el bloqueo a que el Reich se hallaba sometido y de infligir al enemigo pérdidas enormes. Su empleo generó un amplio debate, pues se temía que su actuación indiscriminada propiciara la declaración de guerra de países neutrales como Brasil o Estados Unidos.

Un submarino siempre tenía las de perder contra un buque de guerra, no digamos si se trataba de un acorazado, cuyo despla­zamiento, tripulación y coste multiplicaban por mucho los del sumergible. Sin embargo, el U-9 demostró lo letales que podían ser los submarinos germanos. En cerca de una hora, bajo el capitán Weddingen, hundió tres cruceros acorazados británicos. Ni siquiera era un gran submarino oceánico, sino uno costero. El golpe psicológico para los británicos fue tremendo.

Los mayores éxitos los cosechó el U-35, con 226 hundimientos, la mayoría gracias a su cañón, que de los 75 mm iniciales se amplió hasta sus definitivos 105 mm. Pero también los británicos supieron aprovechar la nueva arma. El E-11, por ejemplo, hundió el acorzado turco Barbaros Hayreddin. El temor que los submarinos infundían estaba justificado.

La evolución del caza
DE LA FRAGILIDAD INICIAL AL DOMINIO DE LOS CIELOS

Al comenzar la guerra, los aviones eran ligeros y endebles. Su estructura estaba hecha de madera y alambre y recubierta de tela, raramente superaban los 100 km/h, carecían de frenos y armas y apenas tenían instrumentos. La necesidad de enfrentarse con otros hizo surgir todo tipo de armamento. Se llegaron a lanzar ladrillos para rasgar la tela de los contrarios, pero la ametralladora resultó el arma más efectiva. No había problema si era accionada por un copiloto, pero sí cuando solo había un tripulante, que era lo habitual. El francés Roland Garros halló una solución. Hizo colocar una ametralladora sobre el capó y revistió la parte posterior de las palas de la hélice con planchas metálicas para evitar que sus propias balas la rompieran. El resultado fue positivo, pero tanto él como su aparato cayeron en manos de los alemanes, que no tardaron en perfeccionar la idea. Establecieron un mecanismo de sincronización entre el movimiento de la hélice y los disparos de la ametralladora. Esta modificación les dio la supremacía temporal, pero todos la adoptaron pronto.

De una ametralladora se pasó a instalar dos. Los pilotos, tratados como héroes en la prensa, acabaron llevando paracaídas, aunque su vida solía ser corta, en especial por los accidentes. Los aparatos se hicieron más veloces y fiables. Es difícil decir cuál fue el mejor, pero el británico Sopwith F1 Camel está entre ellos. Maniobrable y seguro, destacó en los combates individuales (“pelea de perros”, en la jerga). Podía alcanzar los 118 km/h, llevando dos ametralladoras y cuatro pequeñas bombas. Se construyeron 5.490.



SU VERSATILIDAD CONTRA EL VULNERABLE ZEPELÍN

Muchos creyeron que el dirigible sería el bombardero del futuro. Su gran radio de acción y su capa­cidad de carga lo hacían presumir, pero los aviones tomaron ventaja. Cierto que los primeros bombardeos fueron improvi­sados y poco eficaces, pero los mecanismos de lanzamiento se sofisticaron, y apareció un tipo de aparato para cada cometido. Ya no se trataba solo de atacar al ejército contrario, sino de penetrar en su territorio y bombardear su industria y población.

Pronto nació el concepto de bombardeo estratégico. Los británicos y los alemanes fueron punteros. Tras la batalla del Somme, Alemania organizó una fuerza, basada en los bimotores AEG G. III, para sustituir a los zepelines. Sin embargo, fue la familia de los Gotha la que se llevó el gato al agua. El modelo G.IV podía alcanzar los 491 km a un máximo de 140 km/h y con 500 kg en bombas. Su techo estaba en 6.500 m, aunque a esa altura sus tres tripulantes se helaban y les faltaba oxígeno. Los problemas se subsanaron en el pesado cuatrimotor Zeppelin-Staaken R.VI. Su dotación estaba mejor protegida, y contaba con paracaídas y radio.

Una de las operaciones más espeluznantes fue la llevada a cabo sobre Londres el 13 de junio de 1917, en la que 15 Gotha acabaron con la vida de 162 personas. Los aliados no se quedaron atrás en la ciudad alemana de Karlsruhe, donde causaron una cifra de bajas similar. Eran los precedentes de Guernica y Dresde.

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