La Primera Guerra Mundial: Hechos Insólitos
Piloto devastador
En la Primera Guerra Mundial el Ejército del Aire francés concedía el título oficioso de 'as' a los pilotos que acreditaran haber derribado cinco aparatos enemigos. Los aviadores señalaban sus derribos con distintos tipos de marcas pintadas sobre el aparato (como las muescas en la culata de las pistolas en el Oeste).
El piloto norteamericano Howard Clayton Knotts había destruido ya seis aviones enemigos y, por lo tanto, se había acreditado como 'as', cuando fue, a su vez, abatido y hecho prisionero el 14 de octubre de 1918. Aun así consiguió ampliar su palmarés y añadir otros siete aviones enemigos destruidos, caso único en los anales de la aviación mundial.
Capturado por los alemanes, cuando lo llevaban en tren al campo de prisioneros, advirtió que en una plataforma descubierta del mismo convoy viajaban siete flamantes cazas Fokker recién salidos de la fábrica que iban camino de su aeródromo. Aprovechando un descuido de sus vigilantes, durante una parada, Knotts lanzó la colilla de su cigarrillo a un montón de virutas y borra que había en la plataforma de los Fokker. En cuanto el tren reanudó la marcha, la corriente de aire reavivó las llamas y destruyó los siete cazas enemigos.
Los alemanes estuvieron dudando si fusilarlo o no bajo la acusación de sabotaje, pero al final le perdonaron la vida considerando que no había hecho sino cumplir con su deber de soldado.
La gripe española
En 1918 una epidemia de gripe mató a unos 50 millones de personas en todo el mundo. Algunos científicos del bando aliado sospecharon que podía tratarse de un virus creado para la guerra bacteriológica que se les había ido de las manos a los alemanes. Hoy sabemos que su origen era del todo natural: una mutación de la gripe aviar que afectaba a los humanos. El caso es que se cebaba principalmente en las personas debilitadas por el hambre, que en Europa eran muchas a causa de la guerra y no digamos en Asia y África a causa de su mismidad tercermundista.
Al parecer la pandemia se había originado en Asia Central (como la peste negra histórica) y se había detectado primero en el campamento de instrucción del ejército norteamericano de Fort Riley (Kansas). Soldados procedentes de ese campo trajeron la gripe a Europa. ¿Por qué, entonces se llama 'gripe española'? Porque los gobiernos europeos, enzarzados como estaban en la Gran Guerra, silenciaron las terribles cifras de mortandad que la gripe causaba. Por no alarmar a la población, que bastante tenía con soportar las miserias de la contienda.
En España, sin embargo, dada su condición de país neutral, no se silenció la existencia de la epidemia, lo que nos hizo acreedores a su atribución. Podían llamarla 'la gripe del 18', o 'la gripe de la Gran Guerra', pero no: la llaman gripe española. Un capítulo más que añadir a la leyenda negra.
Censurando el diccionario
La Gran Guerra fue también una guerra de propaganda en la que cualquier referencia positiva al enemigo estaba perseguida. El odio al contrario era tan vivo que muchos aristócratas ingleses de origen alemán se apresuraron a cambiar de apellido: en adelante los Battenberg se llamaron Mountbatten (o sea, lo tradujeron al aristocrático francés, porque el 'berg' alemán, «montaña», se convierte en 'mount'). La familia real inglesa que solía llamarse Sajonia-Coburgo-Gotha, todo alemán, tomó en adelante el nombre de su principal castillo residencia y se llamó casa Windsor.
En Francia, al agua de colonia le cambiaron el nombre y la llamaron agua de provenza. En Estados Unidos, se propuso que las 'hamburgers' (hamburguesas) se llamaran 'Salisbury steak' (filete de Salisbury) para olvidar su origen (la ciudad alemana de Hamburgo). Por la misma razón, las salchichas de Frankfurt (o 'Frankfurters') se llamaron 'liberty sausages', (salchichas de la libertad) y los perritos calientes o 'dachhunds' (perritos alemanes) se llamaron 'liberty dogs' (perritos de la libertad).
Shakespeare quedó proscrito de los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos francesas e inglesas. Los profesores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven era belga; sin escrúpulos requisaban los bienes culturales de los países enemigos, como hacían con los cereales y los minerales. Libros franceses que pretendían ser científicos explicaban que la raza alemana se caracteriza por poseer un metro más de intestino, lo que se evidencia en que sus deyecciones son de mayor tamaño que las de una persona normal.
El odio al contrario era tan vivo que muchos aristócratas ingleses de origen alemán se apresuraron a cambiar de apellido: en adelante los Battenberg se llamaron Mountbatten. La familia real inglesa que solía llamarse Sajonia-Coburgo-Gotha tomó el nombre de casa Windsor.
El espía alemán
España, siempre con el paso cambiado respecto a Europa (algunas veces para bien) no participó en la Gran Guerra, pero eso no quiere decir que no sintiera sus efectos. Los españoles se dividieron en dos equipos, aliadófilos y germanófilos, que se hacían una guerra incruenta en los cafés, aunque a veces algunos llegaban a las manos.
A Fuerte del Rey, bello pueblecito de 700 vecinos en la campiña de Jaén, llegaban varios periódicos con los que las fuerzas vivas de la localidad (alcalde, cura, médico, maestro y boticario) seguían las noticias de la guerra. De vez en cuando los papeles se referían a los espías que las potencias en conflicto mantenían en la neutral España, especialmente en Madrid, al amparo de las embajadas.
Un buen día, o malo, según se mire, se presentó en el pueblo el académico Enrique Romero de Torres, hermano de Julio, el famoso pintor cordobés. Don Enrique, que había sido comisionado por el Ministerio de Instrucción Pública para realizar el catálogo artístico de la provincia de Jaén, llevaba consigo una voluminosa máquina de retratar con la que iba tomando placas de los monumentos en los pueblos que visitaba. Acompañado, y estorbado, por abundante chiquillería el académico armó el artilugio delante de la iglesia del pueblo al objeto de tomar una placa de su portada. Se disponía a hacerlo cuando el alguacil municipal lo detuvo y le confiscó el aparato por razonables recelos de que fuera un espía alemán dado que se tocaba con una sospechosa gorra con dos viseras, una delante y otra detrás (la típica gorra campestre inglesa que asociamos a Sherlock Holmes).
El académico hubo de aguardar en el calabozo municipal hasta que una oportuna consulta a la diputación de Jaén deshizo el entuerto y fue puesto en libertad con las disculpas del celoso munícipe que lo había aprehendido. (La noticia del incidente apareció en el 'Diario de Córdoba' del 19 de noviembre de 1914).
El químico de la muerte
Desde al menos el último tercio del siglo XIX, los alemanes estaban a la cabeza del mundo en industria química. Uno de los más famosos químicos germanos, el judío Fritz Haber obtuvo el Premio Nobel de Química del año 1918 por su desarrollo de la síntesis del amoniaco, un avance de capital importancia para la fabricación de fertilizantes. Alguna vez se ha dicho que desde entonces su descubrimiento ha salvado de la inanición a millones de personas.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Haber puso sus conocimientos a disposición de su patria alemana. «En tiempo de paz, el científico pertenece a la humanidad –decía–, pero en tiempo de guerra pertenece a su país».
La industria química alemana producía grandes cantidades de cloro, subproducto de la fabricación de pinturas. Ese cloro podía transformarse en un arma letal si se hacía llegar en forma de nube a la trinchera enemiga. Haber y otros científicos alemanes recibieron el encargo de transformarlo en un arma que podía decidir, eso pensaban, el destino de la guerra.
El empleo del dicloro y de otros gases asfixiantes por parte de los dos bandos (aunque los primeros fueron los alemanes) se probó un arma terrible, aunque no decisiva.
La esposa de Haber, Clara Immerwahr, también química famosa, objetaba del empleo del gas como arma de guerra. La idea de que cientos de soldados afectados murieran ahogados por las mucosidades que el gas les provocaba en los pulmones le resultaba insoportable. Abrumada por el sentimiento de culpa, se suicidó disparándose una bala en el corazón.
Después de la guerra, Fritz Haber reincidió en el matrimonio y continuó trabajando en la industria química. Su más notable creación fue el insecticida Zyklón A que acabó con las plagas de roedores en los almacenes de grano. En 1933, cuando los nazis llegaron al poder, intentaron que Haber trabajara para ellos, pero él, en su condición de judío, prefirió exiliarse. Paradójicamente una versión mejorada de su insecticida, el Zyclón B, se usó en las cámaras de gas de los campos de exterminio para eliminar a seis millones de judíos.
El hedor de las trincheras
Los visitantes del Imperial War Museum de Londres se sorprenden cuando, al descender al sótano donde se reproduce la vida de las trincheras, reciben una tufarada a carne podrida que a los más sensibles los hace recular y omitir la visita a esa parte del museo.
Ese hedor a carne descompuesta característico de las trincheras se percibía mucho antes de llegar al frente y lo impregnaba todo (incluso las cartas que los soldados escribían a sus novias y familiares). Era el producto de decenas de miles de cuerpos de soldados y de acémilas que las granizadas de obuses desenterraban, despedazaban y mezclaban con la tierra. A menudo trozos de esos cadáveres removidos por las explosiones actuaban como metralla de manera que no era extraño que un soldado resultara herido por esquirlas de hueso.
La abundancia de carne descompuesta atraía a las ratas y permitía que su población se multiplicara con el consiguiente riesgo de propagación de las enfermedades asociadas al roedor. Incluso se dieron casos de heridos aislados en tierra de nadie que eran devorados por las ratas. En los lugares donde se combatió encarnizadamente (Ypres, Verdún, Somme…) existen osarios y cementerios militares en los que se depositan los restos humanos que aún hoy afloran abundantemente cuando se realizan labores agrícolas.
La guerra de las abejas
La única colonia alemana que resistió hasta el final de la guerra fue el África Oriental Alemana defendida por el coronel Paul Emil von Lettow-Vorbeck.
El 4 de noviembre de 1914 un contingente inglés desembarcó cerca de Tanga, un pueblecito perdido entre marismas palúdicas, para conquistar la colonia alemana. Las tropas alemanas estaban en desventaja, pero se ayudaban con 'áskaris' de la tribu 'wahehe', sus tropas coloniales. También los ingleses aportaban en esta ocasión una mayoría de tropas coloniales indias.
Iniciado el tiroteo, de pronto, una nube negra brotó de los pantanos y un gigantesco enjambre de abejas irritadas se ensañó con los alborotadores, especialmente con los indios (no se sabe si por el color o por el olor). Los exasperados indios abandonaron las armas y huyeron despavoridos. Muchos se ahogaron en los pantanos, otros cayeron en las manos nada misericordiosas de los 'áskaris'. La operación británica resultó un fracaso y dejó en manos de los alemanes toneladas de armas y munición con los que Von Lettow resistiría hasta el final de la guerra.
En la prensa inglesa apareció la noticia de que los alemanes, ayunos de 'fair play', habían adiestrado abejas para lanzarlas contra las tropas británicas. Preguntados los apicultores británicos sobre la posibilidad de lograr los mismos resultados con la abeja inglesa respondieron negativamente: la abeja inglesa es ferozmente independiente, virtud que comparte con los pobladores humanos de las islas. La abeja inglesa nunca se dejaría manipular para intervenir en asuntos ajenos.
El general von Lettow, alto, rubio, simpático, bien plantado, resistió toda la guerra practicando una hábil guerra de guerrillas. El 'León de África', como lo llamaron, resistió hasta 10 días después de la rendición oficial de Alemania, como aquellos soldados españoles, los últimos de Filipinas, que no creían que la guerra hubiera terminado y seguían luchando.
En 1964 el gobierno alemán decidió remunerar a los indígenas 'áskaris' que hubieran luchado bajo sus banderas en la Gran Guerra, pero resultó que las listas se habían perdido. ¿Cómo distinguirlos? Al final los pagadores acordaron que cada candidato realizara los movimientos de ordenanza con una escoba en lugar del fusil. Todos los ancianos 'áskaris' aspirantes a la paga demostraron no haber olvidado su instrucción: presentaban armas con la perfección del más avezado recluta.
Las guerras antiguas se decidían con unos pocos miles de muertos. La Gran Guerra fue una guerra de potencias industriales muy pobladas. Sus cifras resultaron pavorosas: murieron unos diez millones (seis de los países aliados; cuatro de los centrales)
Las cifras pavorosas
Las guerras antiguas se decidían con unos pocos miles de muertos. La Gran Guerra fue una guerra de potencias industriales muy pobladas en las que se derrochó sangre y material. Sus cifras resultaron tan pavorosas y desacostumbradas que se pensó que sería la última de las guerras. Participaron en ella, en números redondos, más de 65 millones de combatientes de 30 países de los cuales murieron unos 10 millones (seis de los aliados y cuatro de los imperios centrales). Contando los muertos indirectos de la guerra (civiles muertos por hambre y enfermedades favorecidas por el hambre) se podría elevar la cifra a 19 millones. Poca cosa comparada con la cifra de la Segunda Guerra Mundial, entre 45 y 60 millones de muertos.
Madrinas de guerra
Para elevar la moral del soldado, el ejército francés favorecía la institución de «madrinas de guerra», corresponsales voluntarias que escribían al amadrinado largas cartas y, sobre todo, que recibían sus confidencias y desahogos. La redacción de una carta y la espera de la respuesta se revelaron una medicina casi milagrosa contra las depresiones y la «fatiga de trinchera».
La de las madrinas era una correspondencia no necesariamente amorosa, aunque, por supuesto, el soldado esperaba conocer personalmente a la chica, quizá durante un permiso, y merecer un trato de mayor proximidad. Sugerentes postales nos muestran al 'poilú', (peludo, como llamaban familiarmente al soldado francés) en amoroso diálogo con su madrina o incluso encamado con ella.
Soldados y madrinas intercambian también regalos en cumpleaños o fechas señaladas. Las madrinas obsequiaban a sus ahijados con paquetes de comida o ropa de abrigo tejida por ellas mismas. A cambio recibían alguna obra de artesanía en la que los 'guripas' invertían las horas muertas: broches confeccionados con esquirlas de metralla, lapiceros a partir de cartuchos de balas, monederitos hechos con carcasas de granadas de mano, fruslerías así.
La institución de las madrinas de guerra se transmitió a España durante las guerras de Marruecos e inspiró a Miguel Mihura una comedia en dos actos, 'La madrina de guerra', estrenada en 1922.
Durante nuestra Guerra Civil muchas jóvenes falangistas y 'margaritas' navarras aceptaron con entusiasmo el madrinazgo como una contribución de la mujer al triunfo de las armas nacionales. En el bando republicano no hubo tantas madrinas porque las autoridades temían que un aumento significativo de la correspondencia con retaguardia desbordaría de trabajo de la censura militar que supervisaba las cartas del frente.
La espía Mata Hari
La espía más famosa de la gran guerra fue una chica holandesa llamada Margaretha Geertruida Zelle, aunque mucho más conocida por su nombre artístico de Mata Hari. Hija de un oficial holandés y una javanesa, había cumplido ya los 40 pero, aunque era más bien feílla, conservaba una envidiable figura.
La chica se hacía pasar por princesa de Java y se ganaba la vida como bailarina exótica de 'striptease'. Su sensual versión de la danza de los siete velos, que la dejaba al final desnudita como una bandeja de plata, levantaba relinchos entre el público masculino y era muy aplaudida en los cabarets de París. Mata Hari, como tantas 'demimondaines' de su oficio, practicaba también la prostitución de alto standing con sus admiradores más pudientes.
Cuando empezó la guerra se trasladó a Madrid y redondeó sus ingresos actuando como espía a favor de Alemania. Era Madrid, capital de un estado neutral, un hervidero de espías, especialmente en los salones de los hoteles Palace y Ritz recientemente inaugurados, en los que se citaban los diplomáticos acreditados en las embajadas. La sensual javanesa obtenía sus informes de oficiales de alta graduación a los que, después de la expansión venérea, a la hora del cigarrillo reponedor, sonsacaba información reservada.
Informado el contraespionaje francés de que Mata Hari y la espía alemana H-21 eran la misma persona, aguardó a que atravesara la frontera en una de sus periódicas visitas a Francia y la detuvo. Condenada a muerte, la fusilaron una fría madrugada de octubre, en el bosque de Vicennes, cerca de París.
Quizá la triste historia de Mata Hari hubiera pasado inadvertida si no llega a ser porque la famosa actriz Greta Garbo la interpretó en un 'biopic' cinematográfico años después.
En la Primera Guerra Mundial el Ejército del Aire francés concedía el título oficioso de 'as' a los pilotos que acreditaran haber derribado cinco aparatos enemigos. Los aviadores señalaban sus derribos con distintos tipos de marcas pintadas sobre el aparato (como las muescas en la culata de las pistolas en el Oeste).
El piloto norteamericano Howard Clayton Knotts había destruido ya seis aviones enemigos y, por lo tanto, se había acreditado como 'as', cuando fue, a su vez, abatido y hecho prisionero el 14 de octubre de 1918. Aun así consiguió ampliar su palmarés y añadir otros siete aviones enemigos destruidos, caso único en los anales de la aviación mundial.
Capturado por los alemanes, cuando lo llevaban en tren al campo de prisioneros, advirtió que en una plataforma descubierta del mismo convoy viajaban siete flamantes cazas Fokker recién salidos de la fábrica que iban camino de su aeródromo. Aprovechando un descuido de sus vigilantes, durante una parada, Knotts lanzó la colilla de su cigarrillo a un montón de virutas y borra que había en la plataforma de los Fokker. En cuanto el tren reanudó la marcha, la corriente de aire reavivó las llamas y destruyó los siete cazas enemigos.
Los alemanes estuvieron dudando si fusilarlo o no bajo la acusación de sabotaje, pero al final le perdonaron la vida considerando que no había hecho sino cumplir con su deber de soldado.
En 1918 una epidemia de gripe mató a unos 50 millones de personas en todo el mundo. Algunos científicos del bando aliado sospecharon que podía tratarse de un virus creado para la guerra bacteriológica que se les había ido de las manos a los alemanes. Hoy sabemos que su origen era del todo natural: una mutación de la gripe aviar que afectaba a los humanos. El caso es que se cebaba principalmente en las personas debilitadas por el hambre, que en Europa eran muchas a causa de la guerra y no digamos en Asia y África a causa de su mismidad tercermundista.
Al parecer la pandemia se había originado en Asia Central (como la peste negra histórica) y se había detectado primero en el campamento de instrucción del ejército norteamericano de Fort Riley (Kansas). Soldados procedentes de ese campo trajeron la gripe a Europa. ¿Por qué, entonces se llama 'gripe española'? Porque los gobiernos europeos, enzarzados como estaban en la Gran Guerra, silenciaron las terribles cifras de mortandad que la gripe causaba. Por no alarmar a la población, que bastante tenía con soportar las miserias de la contienda.
En España, sin embargo, dada su condición de país neutral, no se silenció la existencia de la epidemia, lo que nos hizo acreedores a su atribución. Podían llamarla 'la gripe del 18', o 'la gripe de la Gran Guerra', pero no: la llaman gripe española. Un capítulo más que añadir a la leyenda negra.
La Gran Guerra fue también una guerra de propaganda en la que cualquier referencia positiva al enemigo estaba perseguida. El odio al contrario era tan vivo que muchos aristócratas ingleses de origen alemán se apresuraron a cambiar de apellido: en adelante los Battenberg se llamaron Mountbatten (o sea, lo tradujeron al aristocrático francés, porque el 'berg' alemán, «montaña», se convierte en 'mount'). La familia real inglesa que solía llamarse Sajonia-Coburgo-Gotha, todo alemán, tomó en adelante el nombre de su principal castillo residencia y se llamó casa Windsor.
En Francia, al agua de colonia le cambiaron el nombre y la llamaron agua de provenza. En Estados Unidos, se propuso que las 'hamburgers' (hamburguesas) se llamaran 'Salisbury steak' (filete de Salisbury) para olvidar su origen (la ciudad alemana de Hamburgo). Por la misma razón, las salchichas de Frankfurt (o 'Frankfurters') se llamaron 'liberty sausages', (salchichas de la libertad) y los perritos calientes o 'dachhunds' (perritos alemanes) se llamaron 'liberty dogs' (perritos de la libertad).
Shakespeare quedó proscrito de los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos francesas e inglesas. Los profesores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven era belga; sin escrúpulos requisaban los bienes culturales de los países enemigos, como hacían con los cereales y los minerales. Libros franceses que pretendían ser científicos explicaban que la raza alemana se caracteriza por poseer un metro más de intestino, lo que se evidencia en que sus deyecciones son de mayor tamaño que las de una persona normal.
El odio al contrario era tan vivo que muchos aristócratas ingleses de origen alemán se apresuraron a cambiar de apellido: en adelante los Battenberg se llamaron Mountbatten. La familia real inglesa que solía llamarse Sajonia-Coburgo-Gotha tomó el nombre de casa Windsor.
El espía alemán
España, siempre con el paso cambiado respecto a Europa (algunas veces para bien) no participó en la Gran Guerra, pero eso no quiere decir que no sintiera sus efectos. Los españoles se dividieron en dos equipos, aliadófilos y germanófilos, que se hacían una guerra incruenta en los cafés, aunque a veces algunos llegaban a las manos.
A Fuerte del Rey, bello pueblecito de 700 vecinos en la campiña de Jaén, llegaban varios periódicos con los que las fuerzas vivas de la localidad (alcalde, cura, médico, maestro y boticario) seguían las noticias de la guerra. De vez en cuando los papeles se referían a los espías que las potencias en conflicto mantenían en la neutral España, especialmente en Madrid, al amparo de las embajadas.
Un buen día, o malo, según se mire, se presentó en el pueblo el académico Enrique Romero de Torres, hermano de Julio, el famoso pintor cordobés. Don Enrique, que había sido comisionado por el Ministerio de Instrucción Pública para realizar el catálogo artístico de la provincia de Jaén, llevaba consigo una voluminosa máquina de retratar con la que iba tomando placas de los monumentos en los pueblos que visitaba. Acompañado, y estorbado, por abundante chiquillería el académico armó el artilugio delante de la iglesia del pueblo al objeto de tomar una placa de su portada. Se disponía a hacerlo cuando el alguacil municipal lo detuvo y le confiscó el aparato por razonables recelos de que fuera un espía alemán dado que se tocaba con una sospechosa gorra con dos viseras, una delante y otra detrás (la típica gorra campestre inglesa que asociamos a Sherlock Holmes).
El académico hubo de aguardar en el calabozo municipal hasta que una oportuna consulta a la diputación de Jaén deshizo el entuerto y fue puesto en libertad con las disculpas del celoso munícipe que lo había aprehendido. (La noticia del incidente apareció en el 'Diario de Córdoba' del 19 de noviembre de 1914).
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Haber puso sus conocimientos a disposición de su patria alemana. «En tiempo de paz, el científico pertenece a la humanidad –decía–, pero en tiempo de guerra pertenece a su país».
La industria química alemana producía grandes cantidades de cloro, subproducto de la fabricación de pinturas. Ese cloro podía transformarse en un arma letal si se hacía llegar en forma de nube a la trinchera enemiga. Haber y otros científicos alemanes recibieron el encargo de transformarlo en un arma que podía decidir, eso pensaban, el destino de la guerra.
El empleo del dicloro y de otros gases asfixiantes por parte de los dos bandos (aunque los primeros fueron los alemanes) se probó un arma terrible, aunque no decisiva.
La esposa de Haber, Clara Immerwahr, también química famosa, objetaba del empleo del gas como arma de guerra. La idea de que cientos de soldados afectados murieran ahogados por las mucosidades que el gas les provocaba en los pulmones le resultaba insoportable. Abrumada por el sentimiento de culpa, se suicidó disparándose una bala en el corazón.
Después de la guerra, Fritz Haber reincidió en el matrimonio y continuó trabajando en la industria química. Su más notable creación fue el insecticida Zyklón A que acabó con las plagas de roedores en los almacenes de grano. En 1933, cuando los nazis llegaron al poder, intentaron que Haber trabajara para ellos, pero él, en su condición de judío, prefirió exiliarse. Paradójicamente una versión mejorada de su insecticida, el Zyclón B, se usó en las cámaras de gas de los campos de exterminio para eliminar a seis millones de judíos.
Los visitantes del Imperial War Museum de Londres se sorprenden cuando, al descender al sótano donde se reproduce la vida de las trincheras, reciben una tufarada a carne podrida que a los más sensibles los hace recular y omitir la visita a esa parte del museo.
Ese hedor a carne descompuesta característico de las trincheras se percibía mucho antes de llegar al frente y lo impregnaba todo (incluso las cartas que los soldados escribían a sus novias y familiares). Era el producto de decenas de miles de cuerpos de soldados y de acémilas que las granizadas de obuses desenterraban, despedazaban y mezclaban con la tierra. A menudo trozos de esos cadáveres removidos por las explosiones actuaban como metralla de manera que no era extraño que un soldado resultara herido por esquirlas de hueso.
La abundancia de carne descompuesta atraía a las ratas y permitía que su población se multiplicara con el consiguiente riesgo de propagación de las enfermedades asociadas al roedor. Incluso se dieron casos de heridos aislados en tierra de nadie que eran devorados por las ratas. En los lugares donde se combatió encarnizadamente (Ypres, Verdún, Somme…) existen osarios y cementerios militares en los que se depositan los restos humanos que aún hoy afloran abundantemente cuando se realizan labores agrícolas.
La guerra de las abejas
La única colonia alemana que resistió hasta el final de la guerra fue el África Oriental Alemana defendida por el coronel Paul Emil von Lettow-Vorbeck.
El 4 de noviembre de 1914 un contingente inglés desembarcó cerca de Tanga, un pueblecito perdido entre marismas palúdicas, para conquistar la colonia alemana. Las tropas alemanas estaban en desventaja, pero se ayudaban con 'áskaris' de la tribu 'wahehe', sus tropas coloniales. También los ingleses aportaban en esta ocasión una mayoría de tropas coloniales indias.
Iniciado el tiroteo, de pronto, una nube negra brotó de los pantanos y un gigantesco enjambre de abejas irritadas se ensañó con los alborotadores, especialmente con los indios (no se sabe si por el color o por el olor). Los exasperados indios abandonaron las armas y huyeron despavoridos. Muchos se ahogaron en los pantanos, otros cayeron en las manos nada misericordiosas de los 'áskaris'. La operación británica resultó un fracaso y dejó en manos de los alemanes toneladas de armas y munición con los que Von Lettow resistiría hasta el final de la guerra.
En la prensa inglesa apareció la noticia de que los alemanes, ayunos de 'fair play', habían adiestrado abejas para lanzarlas contra las tropas británicas. Preguntados los apicultores británicos sobre la posibilidad de lograr los mismos resultados con la abeja inglesa respondieron negativamente: la abeja inglesa es ferozmente independiente, virtud que comparte con los pobladores humanos de las islas. La abeja inglesa nunca se dejaría manipular para intervenir en asuntos ajenos.
El general von Lettow, alto, rubio, simpático, bien plantado, resistió toda la guerra practicando una hábil guerra de guerrillas. El 'León de África', como lo llamaron, resistió hasta 10 días después de la rendición oficial de Alemania, como aquellos soldados españoles, los últimos de Filipinas, que no creían que la guerra hubiera terminado y seguían luchando.
En 1964 el gobierno alemán decidió remunerar a los indígenas 'áskaris' que hubieran luchado bajo sus banderas en la Gran Guerra, pero resultó que las listas se habían perdido. ¿Cómo distinguirlos? Al final los pagadores acordaron que cada candidato realizara los movimientos de ordenanza con una escoba en lugar del fusil. Todos los ancianos 'áskaris' aspirantes a la paga demostraron no haber olvidado su instrucción: presentaban armas con la perfección del más avezado recluta.
Las guerras antiguas se decidían con unos pocos miles de muertos. La Gran Guerra fue una guerra de potencias industriales muy pobladas. Sus cifras resultaron pavorosas: murieron unos diez millones (seis de los países aliados; cuatro de los centrales)
Las guerras antiguas se decidían con unos pocos miles de muertos. La Gran Guerra fue una guerra de potencias industriales muy pobladas en las que se derrochó sangre y material. Sus cifras resultaron tan pavorosas y desacostumbradas que se pensó que sería la última de las guerras. Participaron en ella, en números redondos, más de 65 millones de combatientes de 30 países de los cuales murieron unos 10 millones (seis de los aliados y cuatro de los imperios centrales). Contando los muertos indirectos de la guerra (civiles muertos por hambre y enfermedades favorecidas por el hambre) se podría elevar la cifra a 19 millones. Poca cosa comparada con la cifra de la Segunda Guerra Mundial, entre 45 y 60 millones de muertos.
Madrinas de guerra
Para elevar la moral del soldado, el ejército francés favorecía la institución de «madrinas de guerra», corresponsales voluntarias que escribían al amadrinado largas cartas y, sobre todo, que recibían sus confidencias y desahogos. La redacción de una carta y la espera de la respuesta se revelaron una medicina casi milagrosa contra las depresiones y la «fatiga de trinchera».
La de las madrinas era una correspondencia no necesariamente amorosa, aunque, por supuesto, el soldado esperaba conocer personalmente a la chica, quizá durante un permiso, y merecer un trato de mayor proximidad. Sugerentes postales nos muestran al 'poilú', (peludo, como llamaban familiarmente al soldado francés) en amoroso diálogo con su madrina o incluso encamado con ella.
Soldados y madrinas intercambian también regalos en cumpleaños o fechas señaladas. Las madrinas obsequiaban a sus ahijados con paquetes de comida o ropa de abrigo tejida por ellas mismas. A cambio recibían alguna obra de artesanía en la que los 'guripas' invertían las horas muertas: broches confeccionados con esquirlas de metralla, lapiceros a partir de cartuchos de balas, monederitos hechos con carcasas de granadas de mano, fruslerías así.
La institución de las madrinas de guerra se transmitió a España durante las guerras de Marruecos e inspiró a Miguel Mihura una comedia en dos actos, 'La madrina de guerra', estrenada en 1922.
Durante nuestra Guerra Civil muchas jóvenes falangistas y 'margaritas' navarras aceptaron con entusiasmo el madrinazgo como una contribución de la mujer al triunfo de las armas nacionales. En el bando republicano no hubo tantas madrinas porque las autoridades temían que un aumento significativo de la correspondencia con retaguardia desbordaría de trabajo de la censura militar que supervisaba las cartas del frente.
La espía más famosa de la gran guerra fue una chica holandesa llamada Margaretha Geertruida Zelle, aunque mucho más conocida por su nombre artístico de Mata Hari. Hija de un oficial holandés y una javanesa, había cumplido ya los 40 pero, aunque era más bien feílla, conservaba una envidiable figura.
La chica se hacía pasar por princesa de Java y se ganaba la vida como bailarina exótica de 'striptease'. Su sensual versión de la danza de los siete velos, que la dejaba al final desnudita como una bandeja de plata, levantaba relinchos entre el público masculino y era muy aplaudida en los cabarets de París. Mata Hari, como tantas 'demimondaines' de su oficio, practicaba también la prostitución de alto standing con sus admiradores más pudientes.
Cuando empezó la guerra se trasladó a Madrid y redondeó sus ingresos actuando como espía a favor de Alemania. Era Madrid, capital de un estado neutral, un hervidero de espías, especialmente en los salones de los hoteles Palace y Ritz recientemente inaugurados, en los que se citaban los diplomáticos acreditados en las embajadas. La sensual javanesa obtenía sus informes de oficiales de alta graduación a los que, después de la expansión venérea, a la hora del cigarrillo reponedor, sonsacaba información reservada.
Informado el contraespionaje francés de que Mata Hari y la espía alemana H-21 eran la misma persona, aguardó a que atravesara la frontera en una de sus periódicas visitas a Francia y la detuvo. Condenada a muerte, la fusilaron una fría madrugada de octubre, en el bosque de Vicennes, cerca de París.
Quizá la triste historia de Mata Hari hubiera pasado inadvertida si no llega a ser porque la famosa actriz Greta Garbo la interpretó en un 'biopic' cinematográfico años después.
Comentarios
Publicar un comentario